El mexicano es, quizá, el único pueblo del mundo al que le gusta comer con dolor. Sí: dolor, porque, aun cuando nuestro gusto adquirido hace que, benévolamente, lo llamemos acrimonia, sazón o picorcito, lo que sentimos es dolor. El chile «duele»… Y justo aquí es cuando empiezan mis problemas, porque el peladito de la esquina me agarra descuidado —mejor eso a que me coja desprevenido—, abusa de mi buena fe y me alburea arteramente. Bien merecido lo tengo.
Empecemos de nuevo: los mexicanos le ponemos chile, aunque sea poquito, a todo lo que comemos: sopas, caldos, verduras, carnes, tacos, guisados, frituras, dulces, frutas, helados, botanas, antojitos… ¡En fin!, a todo —o bueno, a casi todo, porque aún no he visto aguas, ni pasteles de chile—. Si no, «no nos sabe». Pero así como hay mil y un modos de agarrar el taco, existen otros tantos de disfrutar del doloroso placer —¡epa! un oxímoron gastronómico— de la capsaicina,(1) y combinar la variedad de brotes y tipos de chile con todo lo que cruza por nuestros paladares, según la comida y la ocasión específica. Y sobre esas mil y una maneras de generar gastronomía vernáculamente picosa, y de sus «sí» y sus «no» —tan obvios para nosotros, pero que para un extranjero parecerían caprichosos, por no decir incomprensibles— es de lo que trata este artículo.
Para hablar del sano deporte de la enchilada, sin limitarme a mi propia experiencia —que, dicho sea de paso, no es mucha; mea culpa—, fue necesario observar, indagar un poco y hacer un recuento muy somero de los usos y costumbres más comunes de combinar el chile.(2) Y lo primero es que, hasta donde puede verse, el chile se come de cuatro maneras: solo, en escabeche, en salsa o guisado.
¡Yo solito puedo!
El chile solo casi siempre se come crudo —entero, picado o machacado— o bien asado y toreado —que no son sino formas masoquistas de alebrestrar a las capsaicinas—. Si elegimos comerlo crudo, debemos asegurarnos de que esté fresco, para que pueda combinarse con platillos y sabores más sencillos.
La manera más sencilla y primitiva de saborear un chile es el famoso «chile de amor» —apócope de «a mordidas»—. Los adeptos a esta costumbre prefieren el chile serrano —que no pica tanto como el del árbol— y afirman que, de esta forma, el picor «resalta, pero no domina». Esta modalidad es muy versátil y le viene bien casi a cualquier tipo de comida que no sea picante por naturaleza. Otra costumbre es picar finamente un chile verde —preferentemente de árbol, también conocido como «chile bravo» por la potencia de su golpe gustativo— y ponerlo a navegar en un consomé de pollo bien caliente, en un jugo de carne —para «deleite»
de nuestros bienamados restauranteros argentinos— o, bien, para dar color y sabor al huevo a la mexicana. Y si se muele, puede consumirse —con cuidadito, eso sí— a manera de salsa. Esta preparación es común, por ejemplo, como aderezo de las pequeñas tortas de longaniza, milanesa y chicharrón que preparan en Toluca y sus alrededores; o en la salsa verde que acompaña a los tlacoyos de alberjón, haba o frijol.
Al secarse, casi todos los chiles toman colores que van del rojo brillante al marrón; tal es el caso del chiltepín, que, si se muele hasta convertirlo en polvo, se llama piquín, condimento indispensable para espolvorear —acompañado de sal y limón— sobre frutas frescas —piñas, mangos, papayas, pepinos y jícamas—, elotes hervidos —cubiertos de mayonesa y queso rallado— o esquites, ambos suculentos con su piquincito «al gusto». También se utiliza para dotar de bravura al menudo o pancita, al caldo de camarón y al pozole, y aquí entra la variante del chile de árbol en polvo. Y que de igual manera se usa para «empanizar» una gran variedad de dulces, frituras y frutas secas; y si hablamos específicamente del Tajín, sirve para condimentar pizzas y otros platillos por el estilo.
En caso de que me escabechen…
Los chiles en escabeche —que se preparan cociendo chiles cuaresmeños o jalapeños en una olla con vinagre, yerbas de olor, ajos, cebollas, zanahorias, y, a veces, otras verduras, como calabaza, coliflor, papa de cambray y hasta pepino— tienen la ventaja de que pueden almacenarse como conserva por largos periodos de tiempo, aunque, por su acidez, no son muy combinables. En este punto vale la pena hacer una reflexión: como en todo maridaje, los dos conceptos que intervienen en una combinación afortunada o una catástrofe son armonía y contraste. ¿Qué? ¿Estamos hablando de chiles o de colores? No, sino que, normalmente, el matiz del sabor de cada aderezo —ácido, amargo, dulce o salado— debe «armonizar» y resaltar las bondades del platillo que está acompañando, a la vez que debe «contrastar» o tener suficiente relieve como para que valga la pena la adición. Por eso las rajas de chile verde son nefastas si se combinan con, por ejemplo, la cochinita pibil: el sabor ácido del achiote se funde con la acidez del escabeche y el resultado es decepcionante; lo contrario sucede cuando se marida correctamente y se combina con el habanero —que no es ácido—, pues el contraste es maravilloso.
Los chiles en escabeche se emplean comúnmente en «rajas» para las tortas y sándwiches de cualquier ingrediente, o en las tostadas —aunque alguna vez conocí a una señora en el mercado de Jamaica que preparaba un guacamole delicioso con rajas de cuaresmeño—; en «rodajas» para los nachos; «picados» para los hot dogs y hamburguesas; y «enteros» para disfrutarse a mordidas con tacos de canasta o con pastes, típicos del estado de Hidalgo. Igual existen variantes, como los rellenos de atún, carne o picadillo, que, ya retacados, se meten en el escabeche. También los chiles manzanos y habaneros(3) se pueden preparar en escabeche o con limón y aceite de oliva; son sencillamente indispensables en la comida yucateca, y pueden acompañar todo tipo de tacos, de carne o de mariscos. Finalmente, están los chiles chipotles —que no son sino chiles jalapeños secos— en escabeche; éstos son muy versátiles, porque, además de ser una alternativa de los jalapeños en tortas y sándwiches —que, en lo personal, prefiero—, otorgan una dimensión distinta a las albóndigas o el picadillo, y son la columna vertebral de las tingas de pollo y res… Aunque, bueno, ésos ya son guisados, y de ésos y de las infaltables salsas, hablaremos en la próxima entrega.
(1) Algarabía 24, marzo-abril 2006; Gastrófilo: «Sabor de dulce, lágrimas de chile»; pp. 19-22.
(2) El autor agradece la entusiasta colaboración de Sofía Reyes, quien realizó una buena parte de la investigación de campo que nutre este artículo.
(3) Los habaneros en origen son verdes, y así se comen en su tierra, mientras que en los lugares lejanos a ella, llegan de un hermoso color amarillo anaranjado, porque tienen meses de haber sido cosechados. Son muy picantes y ¡exquisitos!
Rafael Pérez-Vázquez es cocinero, ingeniero en alimentos y producto neto de la educación pública de este país. A pesar de su origen, declara que, aunque el día de hoy disfruta y prepara numerosos platillos con diversos brotes de chile, es más bien «malón» para los ardores de la cocina mexicana; pero, empedernido como es, no se priva de nada, aunque termine moqueando como guajolote.
Saludos cordiales, Chef Evyan R. Vega
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